Camilo Sesto, Julio Iglesias, Danny Rivera.
Durante horas y horas, papi y mami escuchaban sus discos mientras limpiaban, organizaban, bailaban, o regañaban a alguna rubia insistente los domingos en la mañana, en el apartamento de los altos de la Ferretería Americana de la Avenida Mella. Guardo con recelo esas imágenes, ese sepia insistente de mis recuerdos. Esa música, que no importa en qué colmadón de un 2007 esté, me recuerda el amor fresco de papi y mami. Lo extraño. No terminó, pero ahora es diferente, más pasivo, menos musical.
Recuerdo la habitación de juegos, donde pasábamos largos ratos, durante todo el año, excepto en navidad, cuando misteriosamente se trancaba por dentro y se desaparecía la llave. Una tarde, sospechando que había gato encerrado, convencí a María Teresa de abrir la puerta con ayuda de un pincho de Abuela Pura. Esos no fallaban. Abrí la puerta y la habitación estaba llena de regalos, estampados con decenas y decenas de nombres. Evelyn, Mundito, Toni, Purita, Mari, Angie.
- ¿Y entonces? Preguntó María Teresa.
- Entonces nos callamos y nos hacemos las tontas por los siglos de los siglos y cuando lleguen los dichosos reyes, actuamos sorprendidas.
Yo, aliviada de saber eso, la verdad. Ese chiste de que los reyes magos se convertían en hormiguitas y entraban a tu habitación a dejarte regalos debajo de la cama, a mí nunca me pareció divertido ni emocionante. Me parecía aterrador solo imaginarme a esos tipos caminar al lado de mi cama mientras yo dormía. Y Tía Lourdes insistía en que durmiera, porque si no, no me dejarían nada los reyes. Y a mí el chiste me quitaba el sueño. Y no dormía con nada, ni siquiera con el método que utilizaba Tía Lourdes para convencerme “duérmete o los reyes magos te pincharán los ojos con alfileres por retrasarlos”. Infalible, sin duda.
Recuerdo a Samaná, que era un haitiano que cuidaba el almacén de madera de La Americana. Justo debajo de nuestro apartamento. Samaná era enorme, negrísimo, lleno de canas. Todos los viernes cobraba su semana, Tío Toño le entregaba el dinero y él cruzaba la calle para entrar directo al colmado de la esquina. A eso de las cinco de la tarde empezaba a beber, a las ocho de la noche, ya había gastado la mitad del dinero. Lo veíamos a veces en domingo de misa dando tumbos por la José Reyes. Todos lo queríamos mucho, él hacía favores en la casa y papi y mami le daban algo de dinero para que subsistiera en la semana, resacado y con hambre.
Recuerdo también el pandemonio de cada mañana. Papi nos levantaba y nosotras nos preparábamos para ir al Colegio. Y a pesar de que papi me tenía una cantidad justa de paciencia, en poco tiempo me empezaba a mirar con esos ojos que solo yo conozco, y me propinaba veinte “Angie... ¡Espabila!”. Yo, con apenas cuatro o cinco años, ya era la loca desubicada, olvidadiza y desordenada que soy hoy. No encontraba mis lentes, no encontraba dos medias que hicieran juego, me volvía a dormir aprovechando un descuido de papi, y por supuesto, no encontraba el peine. Despeinada para el colegio. Papi se cansaba, me decía que me iba a dejar y que me iba a tener que ir a pié. Cuando ya estaba lista, bajando las escaleras, recordaba mi estuche de lápices de color y me devolvía a buscarlo. Dignorah me atajaba, “tu papa te dejó”. Esto ocurría mínimo dos veces a la semana. Dignorah a asomarse al balcón a llamar a Samaná, y entonces él me llevaba al colegio, a paso de carretilla, para que no cantaran el himno nacional antes de yo llegar.
Sobre todo recuerdo ese día, en que Samaná esperaba en la sala de la casa, como a eso de las cuatro de la tarde, que Dignorah buscara el dinero del mandado. Yo, que en ese momento salía del baño cubierta sólo por una toalla, me tope con Samaná y fué instantáneo. Me abrí la toalla cual enana exhibicionista y pronuncié con voz musical las palabras que más problemas han causado en mi vida…
- Samanáaaaa… miiiiraaaa…
Después de eso no recuerdo mucho, mami poniéndose la mano en la cabeza al llegar del trabajo, Dignorah explicándole a papi, y más tarde, lo de siempre, papi hincado frente a mí tratando de hacerme entender porqué no estaba bién lo que hice. Yo, imperturbable, lo veía mover la boca, pero por más que trataba, sólo podía concentrarme en esa primera cana que veía crecer ante mis ojos.
Jamás le volvieron a pedir un favor a Samaná.