1972
La puerta abrió de inmediato, la llave entró fácilmente, pero como siempre, se tardó en prender. Está frío, pensó. Lo intentó de nuevo. Prendió. Ese sonido siempre le levantaba el ánimo. Había tenido muchas oportunidades de cambiar su Chevy Camaro del 72, pero Soledad prefería vender su alma al diablo a deshacerse de él. Era negro, con detalles en aluminio, los sillones de piel, un aro chueco y olía a historias viejas.
La del amante loco:
El era bajito, peinado al lado, llevaba un saco de cuadros diferente cada día y un maletín color vino al que le pegó las iniciales E.D. en letras metálicas doradas y que nunca tuvo cierre combinado, porque a nadie le interesaba su contenido, ni siquiera a él. Caminaba lentamente en una búsqueda constante por el objeto común perfecto. Sus obsesiones eran el acero y la dependienta de la ferretería de la Avenida Mella, a la que iba de lunes a sábado sin falta. Los lunes entraba por un tornillo, lo llevaba al mostrador y lo colocaba frente a ella. Ella le cobraba, le daba el vuelto y las buenas tardes y él, sin perderla de vista ni un segundo, abría el maletín, colocaba delicadamente el tornillo en su interior y se marchaba sin despedirse. Y así sucedía el martes con un cáncamo, el miércoles con una aldaba, el jueves con un pestillo, el viernes con un zócalo, y el sábado con un violín. Y todos los días la misma aburrida rutina, salía del local, se montaba en su auto y lo encendía con cierta solemnidad. Sólo en ese momento ella lo miraba, sin que él se percatara de ello, y decía casi con un suspiro; “pobre loco”
La del joven hippie exiliado:
El era alto, delgado, de barba mullida pero bien cuidada, y se hacía rolos para que su largo pelo negro se mantuviera suave y brillante. Lo habían mandado a buscar porque se pasó de sustancias en Nueva York y allá no tenía supervisión directa, a su llegada tuvo una discusión acalorada con su padre porque lo quería pelar y afeitar en el mismo aeropuerto, pero el se mantuvo firme. Se le pasó el enojo cuando vió las cuatro ruedas que su papá traía. Fue amor a primera vista. En él paseó nueve dominicanas, dos gringas, cinco amigos del alma y catorce moñas de marihuana. Hizo tres visitas al cementerio, una de ellas para enterrar a su primo, dos viajes al aeropuerto y cuatro viajes a Boca Chica. El affair duró poco. Le consiguieron un trabajo en un bar de la 315 de Bowery y Bleeker Street, en Manhattan y volvió al land of the free.
La del padre de familia comprometido consigo mismo:
Su mujer lo sorprendió con otra en el asiento trasero de su carro nuevo. Ante la negación de ella de volver a subirse al automóvil, él lo revendió en menos de una semana.
La de Soledad:
Era muy alta, delgada, con ojos achinados, pelo largo castaño ensortijado y un juanete en el pié derecho desde los 14 años. Estudiaba medicina en la UNPHU y le compró el Chevy a un tío lejano de oportunidad. No le cambió nada, ni siquiera el cobertor del sillón en macramé y bamboo blanco. La primera vez que se sentó al volante, abrió la guantera y encontró un cassette de 8 track y escuchó por primera vez “diamonds and rust”, our breath comes out like White clouds, mingles and hangs in the air, speaking strictly for me, we both Could have died then and there. Aunque tenía una ligera idea de lo que decía la canción, pero era esa guitarra, esa guitarra la mataba. Sacó el Chevy lentamente de la marquesina de su tío, lo condujo toda la avenida mella, por la Duarte bajó al Conde y de ahí corrió en dirección a casa, la brisa en la cara, Joan Báez sonando.