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Es la cosa más avasallante que existe. La fé mueve montañas, eso dicen las escrituras. La fé hace que un adulto que fué a la escuela sea capaz de pensar que dentro de él corre, en vez de sangre, la sangre de un hombre en chancletas que vivió hace dos mil años, al que nunca conoció, nunca ha visto, y nadie, absolutamente nadie cuestiona que esté mal de la cabeza. Si yo de repente dijera, que Vlad Tepes vive dentro de mí, y que desde ahí me habla, inmediatamente pasaría a ser diagnosticada como esquizofrénica. La fé es contagiosa y cura todos los males. La fé se viste con diferentes ropas y se convierte en perdón para el asesino de tu familia, en alegría en la habitación de un enfermo terminal, en confianza por un esposo infiel, en admiración por cualquier pederasta vestido como el hombre en chancletas que vivió hace dos mil años. La fé ciega, entumece, hace lo difícil llevadero y logra revivir muertos. No la conozco, y no entiendo de qué habla la gente cuando habla de ella, no la siento cerca ni la siento mía. Tal vez sí la tengo pero no tiene nada que ver con el de las chancletas, aunque el de las chancletas me cae bién. Sírvanse los detractores de apuntar aquí que de seguro entraré al infierno por mi falta de fé. Aunque en teoría, todos vamos al infierno, ya que todas las religiones del mundo poclaman que quien no cree, o no tiene fé en su doctrina, no será salvo, y como nadie puede pertenecer a todas las religiones, algún infierno te tocará vivir. Es una simple operación asociativa, como simple es reconocer que necesito un poco de fé, porque está de moda y me estoy quedando fuera de muchas fiestas por no andar con ella a cuestas, además, después de que el Vaticano pidió perdón a los negros por haberlos considerado por siglos miembros de otra raza que no era humana sino animal, la fiesta se va a armar mejor, porque habrá tambores y baile y mucha comida, pero sólo para los que tienen fé.